Mi padre escribía libros sesudos. Siempre me envidió la libertad que yo gozaba, como novelista, de escribir como quisiera, directamente de la cabeza a la página, sin las limitaciones de toda esa búsqueda e investigación preliminar, sin la carga de la obligación de conocer todos los datos existentes en la materia, sin el impedimento de cotejar fuentes, proporcionar pruebas, comprobar citas y poner notas a pie de página: libre como pájaro. ¿Tiene uno ganas de escribir: "Shmuel ama a Tsila"? Pues adelante, a escribirlo. ¿Quiere escribir: "Pero Tsila ama a Gilbert"? Allá va. ¿Quiere añadir: "Sin embargo, Shmuel y Gilbert se aman"? ¿Quién puede rebatirlo? ¿Quién puede venir a discutírselo con datos contrarios o con fuentes que a lo mejor se le han pasado por alto?
Yo, por otra parte, tenía cierta envidia a mi padre. Cada vez que se ponía a trabajar en un artículo erudito, su mesa de trabajo se llenaba, de un extremo a otro, de libros abiertos, separatas, textos de consulta, diccionarios, un arsenal de artillería de apoyo. El nunca tenía que estar, como yo, sentado contemplando una única y burlona hoja en blanco en medio de un escritorio desierto, como un cráter en la superficie de la luna. Solo yo y el vacío y la desesperación. Ponte a sacar algo de nada en absoluto. Por cierto, estoy hablando del mismo escritorio. Cuando mi padre murió, yo heredé su mesa, que durante años y años estuvo densamente poblada, como un suburbio de Calcuta, mientras que ahora está tan desierta como la pista de aterrizaje de Kosovo.
En realidad, ¿quién no ha tenido la horrible experiencia de estar sentado delante de una hoja en blanco que le sonríe a uno con su boca desdentada: "Adelante, vamos a ver si me pones la mano encima"? [...]
Amos Oz (De "El arte de la ficción")
El retrato es de Rembrandt: "Hombre afilando una pluma".
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