El debate del pasado 25 de febrero, que enfrentó a José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy, candidatos a la presidencia en la actual campaña electoral, fue más una pelea de gallos o un combate a cara de perro que un enfrentamiento con ciertos ingredientes de elegancia, como el que brindaron no hace mucho los entonces candidatos Ségolène Royal y Nicolas Sarkozy, o los ya casi incontables que han reunido a las figuras de Hillary Clinton y Barack Obama. Este debate nuestro, el primero de ese nivel desde 1993, fue de vergüenza ajena y puso de relieve la falta de práctica en este tipo de lides que hay en España, amén de los niveles tan rastreros, en maneras y en conducta moral, que por desgracia son ya tan habituales en las actuaciones de nuestros políticos.
Como por turno le tocó comenzar a Rajoy, se instaló éste desde el comienzo en la postura del matón de "saloon" del Oeste, con todo tipo de acusaciones, algunas muy graves, como fue la afirmar --e insistir en ello-- que el presidente había agredido (sic) a las víctimas del terrorismo. Si a mí se me ocurriera manifestar algo semejante no tardaría sin duda en dar con mis huesos en la cárcel, pero los políticos se conceden mutuos privilegios de inmunidad, tanto en las conductas de corrupción como en las procaces manifestaciones públicas; se trata de un modo de hacer que ya inventó hace mucho la práctica mafiosa italiana: «Funiculí, funiculá, io te do una cosa a te, tu me dai una cosa a me», que vendría a ser nuestro "hoy por ti, mañana por mí".
Por su parte, Zapatero se mantuvo más bien a la defensiva, y casi podría decirse que solamente le salió bien el as de póquer de la alusión al bonobús. Habiendo sido ésta una fórmula utilizada por el P.P. para la admisión de inmigrantes, desarmaba las acusaciones de Rajoy acerca de la para él demasiado generosa admisión de inmigrantes por parte del gobierno del PSOE; pero lo más importante es que el líder del P.P. preguntara sobre la marcha ¿y eso qué es?, lo cual le arrancaba de inmediato todos los galones del uniforme de amparador de los "currantes" (modo de aludir a los trabajadores que, por querer ser familiar, no deja de tener cierto tinte ofensivo) con el que pretende aparecer en los últimos mítines.
Pensarán seguramente ustedes que tengo una visión sesgada de las cosas o que exagero. Para que comprendan que no es así les doy la oportunidad de leer el artículo de Thomas Catán, corresponsal de "The Times" en Madrid, publicado por El Mundo, que aquí da muestras de una imparcialidad profesional digna de aplauso.
La sensación (¿o habría que decir sentimiento?) que acabo de expresar queda mejor ilustrada por la columna de Manuel Vicent en la edición de este domingo en el diario El país.
Unas pequeñas diferencias
Hace 13 años
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